Stanley Milgram fue un psicólogo social cuyo trabajo influyó decisivamente en nuestra comprensión de las redes sociales y de ciertos aspecto del comportamiento humano. Suyos son por ejemplo el estudio que popularizó el fenómeno de mundo pequeño (plasmado en el imaginario colectivo con los celebérrimos seis grados de separación) y el desgarrador experimento sobre la obediencia a la autoridad (descrito en este artículo). Menos conocido es sin embargo un experimento aparentemente más inocuo pero que sin embargo es aún recordado vivamente -más de 30 años después- por los participantes en el mismo.
Todo comenzó con una conversación casual entre Milgram y su suegra en 1974. Ésta le comentó un tanto molesta que había viajado en el metro pero que nadie le había cedido un asiento. A un personaje como Milgram esto le sugirió una incógnita que esclarecer: ¿qué habría pasado si le hubiera pedido a alguien que se lo cediera? En 1975 se dispuso a hallar la respuesta con la ayuda de 10 alumnos, a los que instruyó para que se dirigieran a vagones abarrotados del metro y solicitaran abiertamente a alguien que les dejara el asiento. Los resultados fueron sorprendentes en un doble sentido.
Contrariamente a lo que pudiera pensarse (y más aún tratándose de Nueva York, a cuyos habitantes atribuye el tópico una antipatía desbordante), un 68% de los viajeros accedió a dejar su asiento al experimentador. Indudablemente el factor sorpresa jugó un papel importante, ya que en una variante del experimento en la que un estudiante le preguntaba a otro en voz alta si estaría bien pedirle el asiento a alguien, antes de dirigirse al viajero, el porcentaje caía al 42%. Más aún, si se hacía la pregunta aduciendo una razón mundana (que era para leer mejor un libro), se bajaba al 38%. Una nota impresa con la petición tenía por su parte un 50% de efectividad. Milgram y uno de sus estudiantes publicarían luego un análisis del estudio titulado
- On maintaining urban norms: A field experiment in the subway,
como parte del primer volumen de un libro titulado Advances in Environmental Psychology, editado por A. Baum et al.
Sin embargo, decía antes que el interés del experimento fue doble, y es que además del sorprendente porcentaje de personas que cedieron su asiento, la propia realización del estudio puso a prueba el caracter de los experimentadores. De hecho, varios de los participantes en el experimento (en la actualidad personajes asentados en la comunidad académica), recuerdan el pánico que les provocaba la ruptura de la convención social de que el asiento es para el primero que llega (con las excepciones aceptadas en caso de personas con algún impedimento, mujeres embarazadas, etc.). En algunos casos el choque psicológico fue tan grande para el experimentador que el viajero cedió el asiento antes de que terminara su petición al ver que el primero estaba pálido y a punto de desvanecerse. Otro de los estudiantes encontró una forma de aliviar la tensión, preparando unas tarjetas que entregaba luego al viajero y en las que le indicaba que había participado en un experimento psicológico. La verguenza ajena cundió también entre otros viajeros que eran espectadores del experimento, y que en algún caso cedieron motu proprio el asiento al experimentador después de que éste recibiera una negativa de otro pasajero.
Es tremendamente interesante la reacción de todos los participantes en el experimento ante la ruptura de una norma de etiqueta no escrita, quizás porque dichas normas nos infunden a todos cierta seguridad (en el sentido de conformar un entorno social estable). No me quiero imaginar en cualquier caso qué pasaría si se repite el experimento hoy en día en el metro de Madrid o Barcelona.